viernes, 23 de noviembre de 2012

Antonio Villarreal Rodríguez… mi padre a siete años de su partida.


Por: Luis Villarreal Gil     Twitter: @luisvillarrealg

Un hombre humilde y sencillo de campo, así se describía él mismo, mi padre Antonio Villarreal Rodríguez, médico de profesión, periodista y luchador social por vocación. Nacido en el Salto, Pueblo Nuevo, Durango, de una infancia difícil entre la carencia y la falta de oportunidades, llegó a esta ciudad únicamente con la esperanza y la firme convicción de salir adelante, alojado en la casa de una de sus tías, comenzó a vender periódicos a efecto de costearse su educación en el entonces Instituto Juárez. Muy pronto comenzó a desarrollar grandes capacidades retóricas y de liderazgo que lo llevarían a una corta edad a convertirse en impulsor comprometido de uno de los movimientos sociales que han tenido mayor relevancia en nuestro Estado: el movimiento estudiantil del Cerro del Mercado en 1966, siendo motivado por la necesidad, el atraso y el estancamiento que las condiciones políticas y sociales a nivel nacional, además de  las circunstancias geográficas tan accidentadas que mantuvieron en el rezago a nuestra entidad.

Ante estas condiciones creció la inconformidad de la gente al no obtener provecho de la explotación de la “Montaña de Fierro”.  Tras ver que las góndolas cargadas de este material se trasladaban a la compañía de Fierro y Acero de Monterrey sin que Durango pudiera potenciar su crecimiento industrial, ya que no había en la entidad la infraestructura para poder generar valor agregado al mineral extraído. Éstas, entre otras cosas, eran las demandas que los estudiantes día con día manifestaban  en sus mítines en la marquesina de la farmacia Benavides, frente a la Plaza de Armas, ante un auditorio cada vez más numeroso e interesado en los temas a discusión.

El contenido y la intensidad de las participaciones se fue incrementando de tal manera que, alentados por el clamor popular, los estudiantes terminaron por apoderarse del Cerro del Mercado, paralizando las actividades económicas, educativas y laborales de la capital para sumarse todos a la lucha de los ahí apersonados. “Si quieren sangre, aquí esta la mía” decía mi padre haciendo ademán de cortarse las venas, anécdota que me fuera compartida por Don Jorge Saravia tras su experiencia al acudir cuando niño a escuchar a los manifestantes.

El movimiento estudiantil llevaría a mi padre a incursionar en altos niveles de la política nacional y del Estado y, hasta sus últimos días, vivir entregado a la lucha social contra las injusticias y la desigualdad. Quien lo conoció, sabrá de lo que aquí escribo.

Múltiples anécdotas del acontecer de nuestro Estado y experiencias de vida en las que habría de participar y que compartía con singular pasión mientras disfrutaba de un buen café en su mecedora, en donde se solía pasar tardes enteras de amena charla. Escribo éstas líneas entre el recuerdo y la nostalgia a siete años de su partida del mundo terrenal, de aquel hombre que fuera mi padre, luchador incansable, humilde, sereno, justo, siempre con la palabra de aliento o el mejor consejo, con sus defectos, como cualquiera.

Mas en su labor de mayor relevancia, la de padre, de jefe de familia, hoy puede reflejarse una vida de valores, cimentada en el amor y el buen vivir en aquellos que le sobrevivimos, hijos, nietos, mi madre. En un hogar en donde aún con el vacío irremplazable y la gran falta de su presencia, al menos física, permanece en esencia y espíritu en cada uno de nosotros, en una familia unida y fraterna como siempre la mantuvo.


Enseñarás a volar,
pero no volarán tu vuelo.

Enseñarás a soñar,
pero no soñarán tu sueño.

Enseñarás a vivir,
pero no vivirán tu vida.

Sin embargo…
en cada vuelo,
en cada vida,
en cada sueño,
perdurará siempre la huella
del camino enseñado.

Madre Teresa de Calcuta

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